El insulto como acción política
Mientras Javier Milei acusó a Pedro Sánchez y a su mujer de corruptos, José Antonio Kast, por su parte, calificó al presidente Boric de travesti político. Ambos, parecieron esmerarse en la exageración y en la desmesura, obsesionados por oír el rugir de la masa que, anestesiada por el espectáculo, parecía desprovista de todo sentido crítico, esperando escuchar cada vez una nueva invectiva. Ocurrió en Madrid, en un encuentro de la derecha organizado por Vox.
¿Hay algo en común entre el discurso de Milei en Madrid y el de Kast además de haber sido pronunciados en el mismo lugar?
Sí, y lo suyo no es idiosincrásico, es manifestación de un problema general.
Se trata de una actitud que, si no se modera, acabará envileciendo el espacio público, emporcando la competencia política y sustituyendo las ideas o los programas por la invectiva, el insulto y el simplismo. Así, por ejemplo, en vez de izquierda como cuestión cultural o política, ahora habría zurdos, como si ese punto de vista no fuera cuestión de opciones sino de rasgos de personalidad, una suerte de rasgo intrínseco, moral o de otra índole que se expandiría contagiando a todas las esferas de la vida social. La izquierda entonces no como opción, sino como categoría similar a una nueva forma de etniticidad. Y si bien por estos días la delantera en esta actitud parece llevarla la derecha, la conducta también parece haberse asentado en un cierto tipo de izquierda para la cual todo lo que no está de su lado (y Pedro Sánchez, la verdad sea dicha, es un buen ejemplo) es fascismo, autoritarismo, desprecio por la justicia, anhelos de codicia y cosas semejantes. De esa forma la competencia política se está transformando en un simple oposicionismo consistente, ante todo, en que ser de izquierda consiste en repudiar la derecha compuesta de fascistas inconfesos y ser de derecha hacerle ascos a la izquierda compuesta por zurdos como una nueva modalidad de la existencia. Y ambas actitudes, como es frecuente en las discusiones irracionales (que por eso no son discusiones en sentido estricto) se alimentan de manera recíproca: uno insulta y el otro encuentra allí un pretexto para insultar de vuelta (fue lo que ocurrió a Milei insultado por Sánchez y este por aquel) de manera que todo amenaza con transformarse en un insulto sinfín.
Y lo más grave es que esta actitud (que obviamente daña la convivencia democrática e impide la deliberación que debe acompañarla) no es producto de los exabruptos a los que la competencia política, como toda competencia, suele ser proclive, sino que es un fruto deliberado de una concepción del discurso político que, hasta ahora al parecer con algún grado de éxito, traslada a la esfera pública o al ámbito de la opinión pública, el tipo de mensaje y de comunicación tribal y simplista que prolifera en las redes sociales o los domingos en el estadio de fútbol donde las personas, despojándose de su identidad, abdican de la razón y dan rienda suelta a las emociones más básicas. Se trata de un tipo de discurso que, por la vía de la simplificación del adversario y la calificación grosera, busca galvanizar el ánimo de los partidarios, suprimiendo en ellos toda disposición a evaluar algún argumento razonado y sustituyéndola, en cambio, por un mecanismo propio de la vieja comunicación de masas que simplemente ajiza las emociones, despierta la cólera, infantiliza y transforma a la audiencia en masa.
Alguna vez se pensó que la vieja técnica consistente en divulgar discursos simples que consolidan el prejuicio contra el adversario era propio de los inicios de la democracia de masas (cuando, como alguna vez observó Ortega, la histeria se convirtió en recurso político); pero hoy sabemos que no, que aún nos acompaña solo que en esa nueva fisonomía que ha adquirido la masa, que en vez de aplausos y vítores en directo (aunque como lo muestra el caso de Madrid también los hay) se manifiesta ante todo mediante likes puestos y nuevas invectivas de vuelta escritas con rara habilidad en una pequeña pantalla.
Mirada constitucional
Carlos Peña