Mirada constitucional
Parece no haber dudas de que el convenio celebrado por Democracia viva fue fraudulento en el sentido que se empleó un mecanismo destinado a la prosecución de fines de interés público, como un medio para, en cambio, financiar activismo político y la construcción de redes clientelares.
Al margen de la cuestión penal (relativa a cuál es la precisa participación de directamente involucrados) hay dos problemas que, sin embargo, en las brumas del debate legal, se están eludiendo. Uno de ellos es de índole general. Y se trata del clientelismo.
El fenómeno es muy antiguo y fue descrito alguna vez por Arturo Valenzuela en su famoso estudio sobre Political brokers (intermediarios políticos). En él, Valenzuela indagaba por el lugar que poseía la política municipal en el conjunto del sistema. Los regidores, explica Valenzuela, con el apoyo de los parlamentarios, buscaban cómo derivar recursos y obras del Estado hacia la municipalidad y cómo "extraer" favores en beneficio de sus "clientes", los vecinos, como empleos, montepíos o acceso a cupos educacionales. A su vez, los parlamentarios dependían de "sus regidores" para movilizar votos en su reelección y apoyar a su partido. De esa forma los partidos y los políticos profesionales integraban una compleja cadena clientelar de la que dependía su renta y su poder. Bien mirado, es probable que el fenómeno se repita hoy en las municipalidades y en las fundaciones como Democracia viva. Sí, es verdad que en el caso de estas últimas el acento suele ponerse en la forma en que quienes se involucran obtienen beneficios individuales; pero desde el punto de vista público no hay que perder de vista el tema de las redes clientelares que subyacen a la política. Es probable que las nuevas generaciones hayan intuido el fenómeno y lo hayan tendido a replicar por vías no electorales: una vez que accedieron al poder emplearon sus lealtades partidarias para obtener recursos que, a su vez, permiten asegurar la lealtad de la ciudadanía más pobre. Es una relación de estricto intercambio, una forma de lucro no dineraria que se ha explorado poco en el caso de quienes presumieron alguna vez de una nueva forma de hacer política.
El otro, el más grave, es relativo al tema de la responsabilidad.
Es difícil encontrar otro caso en que la responsabilidad se eluda con mayor empeño y porfía. Luego de constatarse una amplia red con fines clientelares (descartemos en beneficio del análisis los fines de enriquecimiento personal) configurada bajo las narices de las autoridades, el problema se ha traducido simplemente en una cuestión de responsabilidad penal. Y lo que ocurre entonces es que la cuestión legal o penal apaga e inhibe cualquier consideración de otro orden, como si la política democrática pudiera operar solo con el código jurídico como única pauta de comportamiento con la que se juzga el quehacer propio y el ajeno. Pero todos saben, aunque simulan no enterarse, que la política democrática no puede funcionar como si los asuntos públicos fueran solo jurídicos y se desenvolvieran ante los estrados judiciales. Concebir de esa forma los problemas o acentuar esa forma de concebirlos (como si la opinión jurídica fuera la primera y la última palabra) es una manera de eludir la responsabilidad y la crítica. La crítica, como es obvio, puesto que como el lenguaje legal es especializado, cuando se lo emplea para enfrentar estos problemas se excluye a buena parte de la ciudadanía de la evaluación. Pero sobre todo la responsabilidad puesto que cuando el problema, como ha ocurrido, se juridifica, todas las otras formas de responsabilidad se diluyen y desaparecen y las autoridades electas o designadas quedan frente a sus deberes en el mismo estatus que un ciudadano común que no pretende guiar a nadie, solo sometido a la ley.
Pero un sistema en el que las autoridades están solo sometidas a la ley penal y en el que la evaluación en la esfera pública se reduce al debate judicial (o en otras palabras, un sistema donde el derecho se emplea no para perseguir responsables, sino para excusar a muchos que lo son) es un sistema que arriesga hacer del clientelismo algo lejos del escrutinio y lo peor, afronta el peligro de la irresponsabilidad de sus autoridades que en el laberinto del debate jurídico, siempre podrán decir a sus críticos: la mejor prueba que no merezco reproche es que no he sido formalizado.
La pérdida paulatina de la responsabilidad
Carlos Peña