El miedo al otro
No cabe ninguna duda: el problema más grave que padece Chile hoy no es la cuestión económica, tampoco el desorden político, menos la incertidumbre constitucional.
Es la inseguridad.
Es cierto que comparado con algunos países de la región, Chile sigue siendo un país relativamente más seguro (mientras en Chile, según un reporte de Espacio Público correspondiente a este mes, la tasa de homicidios es de 6.7, en Venezuela es de 35.5 por cien mil habitantes y en Uruguay de 10.8); pero el ascenso o el alza del crimen que se experimenta hoy en Chile es de veras preocupante: mientras el año 2016 los homicidios con imputado desconocido eran de 23.7%, el año 2022 la cifra asciende a 41.6% (que haya imputado desconocido es muestra de que posee características de crimen organizado, de negocio o industria). Y los promedios en cualquier caso esconden situaciones dramáticas y revelan la peor de las desigualdades, la de la protección de la vida: en Magallanes hay 2.2 asesinatos por cien mil habitantes; pero en Arica y Parinacota la cifra se eleva a 17.1.
Es difícil exagerar la gravedad de esta situación.
Los clásicos enseñan que los seres humanos buscan escapar de dos miedos: el miedo al hambre y el miedo al otro. El capitalismo y el desarrollo tecnológico lograron suprimir el hambre para amplias zonas de la vida social; la aparición del Estado (que no es otra cosa que entregar el monopolio de la fuerza a un órgano impidiendo que la ejerzan los ciudadanos) logró acabar con el miedo al otro.
Y las sociedades entran en crisis cuando esos inventos (que son el fruto de un largo proceso evolutivo y de un largo aprendizaje de las sociedades) fracasan o se estropean. Entonces reaparece el miedo al hambre o el miedo al otro.
Por supuesto el crimen tiene múltiples explicaciones. Una de las más populares la dio Gary Becker: la gente delinque si el bienestar que obtiene al hacerlo está por encima del costo a pagar por infringir la ley. Y este último es el castigo multiplicado por la probabilidad de que se aplique. Una pena alta, puede ser mera retórica si la policía es ineficiente, los fiscales escasos y los jueces benignos. Hay también explicaciones sociológicas. El crimen en sectores sociales abandonados puede ser una forma de pertenencia y de identidad (como parece ocurrir en algunos barrios). En otros casos puede ser un comportamiento aprendido como forma de sobrevivencia (este puede ser el caso de algunos emigrantes). En otros el resultado de que el coste alternativo de delinquir (porque no hay acceso al trabajo) es bajo.
Las explicaciones sobran. Pero ninguna debe hacer olvidar lo obvio: quien delinque es porque decide hacerlo y debe hacérsele responsable mediante un sistema de persecución eficiente y una justicia imparcial, pero severa.
Si ello no ocurre, el miedo al otro anegará o inundará a la sociedad chilena. Y ahí sí el riesgo es grave.
Porque además del daño cotidiano en vidas e integridad, se arriesga un severo daño institucional.
Ese daño institucional es resultado de que llega un momento en que los ciudadanos comienzan a sentir que ningún precio a pagar es demasiado alto para suprimir el miedo. Cuando el miedo se expande, cuando la vida o la integridad está entregada al azar de la calle, todas las cosas que juzgamos valiosas en la vida social, el estado de derecho, los derechos humanos, la imparcialidad de las autoridades, principian a importar poco y nada y las sociedades comienzan, con alarmante naturalidad, a tener la disposición de abandonar todos esos principios a cambio de la seguridad cotidiana. El estado de derecho -la presunción de inocencia, la imparcialidad de la policía, el debido proceso en suma- comienza a ser experimentado como un lujo prescindible, una especie de bien conspicuo y finalmente absurdo e inútil si la experiencia cotidiana está anegada o amenazada de violencia.
Y es que el crimen no solo acaba con la vida y la seguridad cotidiana; cuando no se le pone atajo a tiempo siempre acaba por corroer las instituciones, comenzando con aquellos que, teniéndolas a su cargo, por incapacidad o desidia lo dejan crecer.
Carlos Peña