Por una democracia de calidad
La encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP), publicada la semana pasada, informa que sólo un 49% de los encuestados señala que "la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno", mientras que un 25% aseguró que "a la gente como uno, le da lo mismo un régimen democrático que uno autoritario". Estos bajos porcentajes de valoración ciudadana de la democracia son un llamado de atención para mejorar la calidad de nuestro sistema político.
Decía Winston Churchill que "la democracia es la peor forma de gobierno, exceptuando a todas las otras que han sido intentadas". Sin embargo, si la democracia consistiera únicamente en asegurar el poder de las mayorías, o en una simple plataforma electoral, tarde o temprano sería ineficaz y serviría de tránsito hacia formas de autoritarismo.
Para fortalecer la democracia es preciso entender que lo central o esencial en ella no es la voluntad de una mayoría sino el ejercicio "justo" del poder del pueblo. Cuando la voluntad mayoritaria carece de límites, la democracia pasa a ser "democradura", palabra acuñada por Rosanvallon, o tiranía de masas. La democracia justa, en cambio, nace en Grecia bajo la idea de que sólo la unanimidad es reflejo genuino de la voluntad de todos. Como esto no es posible en sociedades modernas, la unanimidad ha sido reemplazada por el voto de la mayoría, pero esta no podría asumir para sí la fuerza legitimadora de la unanimidad.
¿Significa entonces que la aprobación mayoritaria de leyes y de gobiernos no es democrática o legítima por falta de unanimidad? No, al contrario, el gobierno de la mayoría continúa siendo el menos imperfecto de todos, pero no corresponde atribuirle un sentido de representación total de la voluntad social. Esto sugiere comprender la democracia como mecanismo de fijación de mínimos posibilitadores del desarrollo de todos, incluso de aquellos que no comparten el parecer mayoritario. Esto exige que las decisiones democráticas deben promover y resguardar, en igualdad de condiciones, a las familias, corporaciones educativas, empresas, juntas vecinales, iglesias, pymes, asociaciones, clubes, sindicatos, etc., que forman el tejido social.
En consecuencia, es una mala democracia aquella fundada en la exclusión o discriminación de minorías de distinta índole, o de desprecio del aporte de la familia -primera escuela de virtudes- y de las asociaciones al bien común. Resalta aquí otro resultado de la encuesta CEP. Un 53% de los encuestados dijo que la principal responsabilidad por el sustento económico de las personas está en las personas mismas y no en el Estado, versus un 17% que opinó lo contrario. Esta es señal inequívoca de que una gran mayoría de chilenos quiere un Estado que regule, fiscalice y apoye el emprendimiento privado, pero no que lo sustituya o reemplace.
Tampoco hay buena democracia cuando el sistema político cae en desprestigio por la ineficacia de sus directivos. La discusión constitucional que se avecina debería hacerse cargo de la falta de legitimidad de nuestras instituciones, principal factor de minusvaloración de la democracia. Asoman aquí la atomización de los partidos políticos, el nombramiento de autoridades sin concurso público o idoneidad suficiente, y la desregulación en materia de probidad y conflictos de interés, entre otras.
La democracia es la mejor defensa frente a los riesgos de autoritarismo y de totalitarismo, cuando logramos que funcione bien. La encuesta CEP demuestra que nuestra democracia muestra síntomas de enfermedad. Estamos a tiempo de remediar.