Violencia rural
Uno de los fenómenos que se extiende poco a poco, sin que se advierta nada específico para controlarlo, es el de la violencia rural. Las quemas de camiones y otros actos semejantes están ocurriendo cada vez con mayor frecuencia fuera de la macrozona sur. Ha ocurrido en la región de los Ríos, ahora en O´Higgins.
¿Qué puede significar eso?
Desde luego -no vale la pena echarse tierra a los ojos- el fenómeno no es un caso de delincuencia común o de simple vandalismo. Parece ser un incremento más o menos sistemático -si bien todavía restringido- para desafiar al estado. No se explican de otra forma estos actos incendiarios y destructivos. Ellos carecen de cualquier utilidad inmediata para quienes los cometen salvo la de desafiar al estado.
Y eso es lo que les confiere particular gravedad.
Un delito común lesiona bienes muy importantes de la víctima; pero no pretende desmedrar al estado, ni disputarle el monopolio de la fuerza, ni deslegitimarlo. Pero los actos a los que, cada vez con mayor frecuencia estamos asistiendo, parecen tener por objeto demostrar a la ciudadanía (a las forestales, a los propietarios rurales, a los camioneros, a la gente de los barrios, etcétera) que el estado es impotente para defenderlos. Y eso sí que es grave, porque ocurre que el estado se legitima no ideológica ni moralmente, sino ante todo prácticamente: por la capacidad que tenga de evitar (para repetir aquí la cita famosa) que el hombre sea un lobo para el hombre. Nunca se insistirá demasiado en que el estado se legitima (es decir, se vuelve digno de obediencia) cuando es capaz de espantar la fuerza de las relaciones sociales. Pero si el aparato estatal se muestra incapaz de contener la violencia, si las personas quedan expuestas a la voluntad del más fuerte, del más cruel, del más audaz, del más fanático, entonces ¿para qué sirve el estado?
Una de las cosas más enigmáticas del tiempo actual es que mientras se ensalza al estado como distribuidor de diversos bienes y se subraya cuán importante es él para asegurar que las personas sean tratadas con igualdad (todo lo que está muy bien) se olvida la tarea más fundamental de todas: la de conferir seguridad. Sin esta última, sin que los ciudadanos sepan a qué atenerse, el resto de las tareas del estado se transforma rápidamente en una quimera.
Lo anterior es lo que los juristas quieren decir cuando afirman (pero en Chile esto parece de pronto haberse olvidado) que el derecho (para estos efectos es un sinónimo del estado) persigue un valor que le es propio y sin el cual deja de ser tal: la seguridad jurídica consistente en un esquema de relaciones sociales previsible y pacífico que permite que cada uno planifique su vida, salga a la calle, invierta o gaste o lo que fuera, con la certeza o la alta probabilidad que su plan de vida no será truncado por la violencia, ni su inversión o su esfuerzo reducido a cenizas.
Por eso Jeremías Bentham llegó a decir que la seguridad jurídica era la característica definitoria de la civilización, la diferencia entre la vida humana y la animal, puesto que ella es la única, dijo, que hace posible que la vida no sea la suma de instantes aislados en que cualquier cosa puede pasar, sino un decurso permanente que invita a trabajar y ahorrar, a planificar el futuro.
La justicia, la igualdad, la autonomía, son también valores muy importantes y es fundamental que la sociedad se esmere en alcanzarlos (y es lo que se ha estado discutiendo este año a propósito de la cuestión constitucional); pero todos ellos se transforman en embelecos o pompas de jabón si antes el estado no es capaz de asegurar el valor más básico de todos y el que es su tarea más específica: espantar el miedo al otro, excluir la violencia y brindar seguridad.
Carlos Peña