La ceremonia
Hay pocos casos en la historia política reciente de un adiós como el del presidente Piñera. Después de haber alcanzado la presidencia de Chile por dos veces -algo inédito en la historia política del siglo XX- se aleja rodeado de un inédito rechazo que proviene, incluso, del sector que lideró por tanto tiempo.
Por supuesto el suyo no es -como se ha dicho por estos días, olvidando la dictadura- el peor gobierno de la historia; pero así y todo se le trata como si lo fuera.
¿A qué puede deberse esto?
En los textos de ciencias sociales, a la hora de explicar algún fenómeno colectivo suelen competir dos puntos de vista: uno acentúa el factor individual, otro prefiere poner el acento en las pautas de conducta recibidas; uno de ellos acentúa la personalidad, el otro, factores impersonales.
Es la vieja querella entre agencia y estructura.
En el caso de lo que pudiera llamarse el fenómeno Piñera -la increíble ojeriza y malquerencia de la que se ha hecho víctima- es probable que ambos tipos de factores concurran.
Piñera asumió el poder alimentando las dos expectativas que son propias de una sociedad que se moderniza: la expansión creciente del consumo y la movilidad social. Ese fue el fondo del lema "vendrán tiempos mejores" y de la agenda de clase media con la que arribó al control del Estado. Esas expectativas cuando se hacen plausibles o cuando se satisfacen, logran restañar la herida de la desigualdad. Si, en cambio, ello no ocurre, desatan una inmensa frustración. Pero Piñera creyó que el apoyo electoral que había recibido era una adhesión ideológica a la derecha. Malentendió su triunfo. Y de esa forma, al olvidar que la gente lo había apoyado confiando en que esas expectativas se satisfarían, los defraudó. Y esa frustración se transfirió hacia él, convirtiéndolo en un pararrayos del malestar. Este fue un factor predominantemente estructural.
Pero a ese factor se suma una cuestión individual o de agencia, relativa a la personalidad del presidente Piñera.
Por alguna razón que debe estar oculta, incluso para él, entre los intersticios de su infancia, el presidente Piñera mostró siempre un excesivo deseo de reconocimiento, de protagonismo, de aparecer en el centro de la escena. Pero en una personalidad tan poco empática como la suya -una personalidad que se revela en el hecho que no mira a su interlocutor, sino a través de él- esa pulsión por el reconocimiento nunca es totalmente satisfecha. Ni el público encuentra razones para reconocerlo, ni él juzga suficiente ningún aplauso. El suyo es un deseo destinado a no ser colmado. Entonces cada aparición, cada gracia, cada chiste, genera otra aparición, otra gracia, otro chiste en una especie de compulsión sin fin. Este rasgo de su personalidad -necesitar de una audiencia que lo reconozca- arremolina en torno suyo todas las emociones, y siendo así no es raro que él haya padecido lo que pudiera llamarse una permanente transferencia. Así como el paciente personaliza en el terapeuta la emoción inconsciente que experimenta, así también la ciudadanía hace recaer en quien tiene el poder toda la frustración que padece. Piñera ha experimentado lo que pudiera llamarse una gigantesca transferencia negativa.
¿Cambiará la situación con el transcurso del tiempo?
Por supuesto que sí. El fenómeno que él ha padecido es el fruto, como se acaba de ver, de factores combinados. Uno de ellos -su propia personalidad- no cambiará; pero el otro -la estructura que dio origen al fenómeno- se modificará, para bien o para mal, poco a poco. Piñera seguirá envejeciendo y los rasgos de su personalidad se acentuarán; pero las expectativas sociales cambiarán y el lugar de la transferencia lo ocupará otro personaje.
Y entonces Piñera, por fin, tendrá la oportunidad de que se le describa no con mayor favor, sino al menos con ecuanimidad, o si se prefiere, con reflexión y sin ira.
del adiós
Carlos Peña