La nueva generación a escena
Esta semana se producirá el anuncio del nuevo gabinete y de esa forma una nueva generación entrará en escena.
¿Qué puede significar eso? Para saberlo hay que dar un vistazo al fenómeno de las generaciones.
Suele repararse poco en el hecho que en un momento determinado conviven en la vida social personas que, estrictamente hablando, no son coetáneas, sino que pertenecen a épocas distintas. Esto ocurre especialmente cuando la sociedad de que se trata -como ocurre con la sociedad chilena- ha experimentado cambios muy rápidos, cambios acelerados en la esfera material y en la esfera de la cultura. Cuando esto último ocurre viven en ella personas que poseen horizontes vitales y sensibilidades muy distintas. La experiencia vital a la que acceden, lo que creen posible o lo que no, lo que estiman o lo que desprecian, es muy diverso entre los más viejos y los más jóvenes. Este cambio de sensibilidad, esta nueva forma de experimentar la historicidad y el anhelo de conducirla es un poderoso combustible, para bien y para mal, de la vida social.
En eso consiste el cambio generacional.
Los más jóvenes poseen un sentido del tiempo y de sus urgencias que es muy otro del sentido del tiempo y las urgencias de los más viejos y las experiencias por las que estos últimos atravesaron les son extrañas. Esto último es lo que puede explicar que los más jóvenes sientan que están situados un escalón por arriba de los más viejos en la escala invisible de la historia y que por eso tiendan, a veces, a mirar a quienes les antecedieron por encima del hombro.
En el caso de la política chilena el fenómeno que se acaba de describir es flagrante. La nueva generación que accede al poder, esa que en unos días más conoceremos con detalle, labró poco a poco su posición en la escena pública criticando con severidad el desempeño de la generación anterior, la que ahora comienza a abandonar la escena. El fenómeno tiene algo de injusto; pero es inevitable. Desaparecido el contexto en el que los más viejos ejecutaron sus acciones, lo que hicieron parece mezquino o timorato. Borre usted las circunstancias que rodearon sus decisiones, quédese solo con ellas, y el resultado lo avergonzará ¿por qué hizo eso que hoy le parece mezquino? ¿a qué se debe que tomara esa decisión que parece cruel? Sobra decir que en un futuro hoy día lejano, los que ahora entran en escena -Boric, Siches, Jackson-con certeza padecerán lo mismo que experimentan los que hoy principian a abandonarla.
¿Qué suerte les esperará?
Es de esperar que la mejor de todas porque -es bueno no olvidarlo- la condición básica de la vida social consiste en que la suerte de cada uno está, en alguna medida, atada a la suerte de todos los demás. La vida social es una telaraña: usted tira un hilo o lo corta, y el conjunto de verá alterado.
Dependemos, pues, de quienes ocupan a contar de pasado mañana el escenario.
Pero ese anhelo de que las cosas resulten no debe inhibir la crítica, ni el escrutinio severo de lo que harán o dirán las nuevas autoridades. Jóvenes o no, cada uno de ellos tendrá en sus manos una porción del estado y eso sólo justifica que se les someta de ahí en adelante al rigor del escrutinio público. La asimetría que media entre quienes manejan el estado y los ciudadanos de a pie es muy grande y la única forma de corregirla es no olvidar que quienes ejercen cargos públicos, justo porque tienen el poder, tienen más deberes y están más expuestos a la crítica que aquellos que carecen de él.
Algún autor -F. Jameson- ha observado que en la modernidad las nuevas generaciones han roto las cadenas de la temporalidad y se han desanclado del pasado. Hay algo de verdad en eso; pero está en la índole de las nuevas generaciones que algo así les ocurra. Tarde o temprano comprenderán que para modelar el futuro es inevitable hincar los talones en el pasado. Gabriel Boric ha dado muestras de comprenderlo, solo está pendiente saber si esa convicción suya se esparcirá hacia quienes designe, en los días que vienen, como los nuevos habitantes del estado.
Carlos Peña