La nueva
Esta semana se inicia una segunda fase de la Convención. Cierto: se trata de la misma Convención y quienes la constituyen siguen siendo los mismos; pero algo en ella habrá cambiado.
Las instituciones cambian cuando cambian sus urgencias, cuando las tareas que justifican su existencia se modifican cuando los deberes que pesan sobre sus miembros se hacen flagrantes.
Y eso es justamente lo que, por estas fechas, le ocurre a la Convención.
La primera fase que ahora concluye fue lo que, cuando se mira hacia atrás, puede ser descrito como un periodo performativo, un momento donde predominaron los gestos identitarios, las banderas, el fervor del triunfo obtenido o la desazón del fracaso que se experimentó en las urnas. Ahora se inicia otra fase que, a diferencia de esa que concluye, será más deliberativa que escénica; donde en vez de gestos identitarios se necesitarán argumentos; en vez de banderas textos y razones; y en la quienes entonces triunfaron afrontarán una prueba y quienes fracasaron podrían tener una segunda oportunidad.
Y es que al cabo de seis meses a contar de ahora la Convención deberá presentar un proyecto de nueva constitución para ser plebiscitado.
Ello supone que cuestiones tan complicadas como la forma en que se consagrarán los derechos sociales (¿se entregará su desarrollo a la ley o serán directamente exigibles?); el régimen político (¿predominará la asamblea legislativa o el presidente?); la existencia de órganos autónomos (¿cuál será la fisonomía del banco central? ¿de la fiscalía? ¿de la defensa penal?); la forma de designación de los jueces y la carrera consiguiente (¿se designarán por un Consejo mediante concursos? ¿la jurisdicción se entregará a cada uno o al cuerpo judicial en su conjunto?); el control de las reglas constitucionales (¿habrá control preventivo de los proyectos o solo represivo de las leyes una vez publicadas? ¿el control se entregará a la Corte Suprema o a un Tribunal Constitucional?); el régimen de transición (¿habrá nuevas elecciones como resultado de un cambio sustancial respecto de lo que hoy existe?) deberán ser sometidas a la deliberación.
Por supuesto los integrantes de la Convención y los grupos que la constituyen, han de tener ideas sobre todo eso; pero justamente porque las ideas y los intereses abundarán, se hará necesario a contar de ahora, y más que nunca, una cierta capacidad de conducir el debate, priorizar las propuestas, saber cuál es compatible con cuál y cuál en cambio contradictoria con alguna otra, será imprescindible imaginar cómo compatibilizar propuestas que, a primera vista, serán inconciliables.
Será necesaria, en suma, que la nueva presidencia en vez de tomar partido por alguno de los puntos de vista en competencia tome partido por el procedimiento que permita que los argumentos se evalúen lo más imparcialmente posible.
Si la tarea consistiera simplemente en agregar voluntades, poner en votación los proyectos y contar el número manos alzadas, todo esto sería muy sencillo. Pero la redacción de un texto constitucional es mucho más que poner en votación textos en competencia. Supone la capacidad de llevar adelante una deliberación, es decir, de poner en común las razones que cada parte esgrime, los argumentos que formula, y darse a la tarea de invitar a que se las evalúe. Esa es la única forma que el texto sea el fruto de, por decirlo así, una voluntad colectiva y no la simple suma de un número mayoritario de voluntades individuales.
Todo eso impone una tarea de alta exigencia, más exigente que la que se llevó adelante hasta ahora. Y es que si hasta ahora (o al menos en los primeros meses) hubo la euforia de saber que la constitución sería reemplazada, ahora viene la ascesis necesaria para redactar un texto capaz de reemplazarla por las siguientes décadas.
Convención
Carlos Peña